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Al echar mano de su condición de potencia imperialista, la administración de Donald Trump prepara una encubierta e ilegal invasión a países del continente. Amparado en una de sus órdenes ejecutivas y bajo el pretexto de declarar a los cárteles de la droga organizaciones terroristas –las cuales atentan contra la seguridad interna de Estados Unidos–, busca justificar la medida.
Un día antes de que The New York Times revelara la subrepticia decisión, el pasado 8 de agosto, la fiscal estadunidense Pam Bondi acusó, de manera temeraria, al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, de apoyar a grupos delictivos: el llamado Tren de Aragua y el Cártel de Sinaloa. Anunció que la Casa Blanca ofrecería 50 millones de dólares de recompensa por información que condujera al arresto del mandatario.
El trasfondo de esta nueva embestida colonialista –que se suma a la arbitraria imposición de aranceles comerciales– debe analizarse más allá del tráfico de estupefacientes. La historia muestra los antecedentes intervencionistas de Washington cuando busca imponer sus intereses.
Así ocurrió el 20 de diciembre de 1989, cuando el gobierno de George Bush padre ordenó la invasión de Panamá para derrocar al presidente Manuel Noriega, acusado de narcotráfico, en circunstancias similares a las que ahora se esgrimen contra Maduro.
Tras la captura de Noriega, quedó claro que el objetivo no era el combate a las drogas, sino el control del Canal de Panamá; punto estratégico que el propio Trump ha vuelto a poner en la mira como probable objetivo de otra invasión.
Los 26 mil soldados estadunidenses enviados el 20 de diciembre de 1989 se retiraron el 31 de enero de 1990, tras instalar en el poder a un presidente servil a la Casa Blanca. Irónicamente, la operación fue bautizada “Causa Justa”.
De acuerdo con la filtración periodística que causó revuelo en América Latina, incluido México, Trump ordenó al Pentágono autorizar el uso de la fuerza militar contra cárteles de la droga que su gobierno ha clasificado como organizaciones terroristas, equiparándolos a Al Qaeda o Hezbolá.
Entre ellos, el gobierno estadunidense enumera a: el Cártel de Sinaloa, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), el Cártel del Golfo, La Nueva Familia Michoacana y el Cártel del Noreste en México; la MS-13 o Mara Salvatrucha en El Salvador; y el Tren de Aragua en Venezuela.
La migración y el tráfico de fentanilo procedente de cárteles mexicanos han sido utilizados por Trump como herramientas de presión para imponer aranceles a México. Sin embargo, cuando en el plano diplomático se le ha solicitado abordar el asunto de forma autocrítica, el actual mandatario –al igual que sus predecesores– evita cualquier debate en ese sentido.
El fracaso de la Casa Blanca no sólo en campañas de prevención de adicciones, sino también en el combate a sus propios cárteles y mafias, se remonta a 1973, cuando Richard Nixon declaró la “guerra contra las drogas”. Lejos de disminuir, el número de adictos ha crecido con las décadas.
Una estrategia real para desalentar el consumo en Estados Unidos tendría que incluir la persecución de las mafias locales que controlan la distribución. La pregunta persiste: ¿Por qué Trump intenta desarticular cárteles en otros países, pero rehúye enfrentar a las organizaciones criminales de su propio territorio?
La política antidrogas estadunidense es más ficción que realidad: en los operativos, se detiene a pequeños narcomenudistas, pero no se toca a los grandes capos ni a las redes trasnacionales de lavado de dinero. En ellas, participan delincuentes de cuello blanco disfrazados de empresarios respetables.
El verdadero propósito de etiquetar a los cárteles como terroristas es abrir la puerta a intervenciones militares en países que todavía conservan independencia, nacionalismo y recursos naturales.
Dentro de los reacomodos geopolíticos que busca Trump, Venezuela sigue siendo un objetivo central, no por una supuesta alianza con grupos criminales, sino porque posee las mayores reservas probadas de petróleo del mundo (303 mil millones de barriles), además de abundantes recursos minerales y vetas de oro.
En cuanto a la posibilidad de que tropas estadunidenses ingresen a México para combatir a los cárteles, no deben olvidarse las lecciones históricas. La Guerra México-Estados Unidos (1846-1848) costó la mitad del territorio nacional. Más tarde, en plena Revolución Mexicana, se produjo la invasión al puerto de Veracruz.
En otro episodio de injerencia, el embajador Henry Lane Wilson apoyó la llegada de Victoriano Huerta a la Presidencia mediante un golpe de Estado, conocido como Pacto de la Embajada. Esto no agradó al presidente Woodrow Wilson, quien, controlando el puerto de Veracruz, buscó impedir la llegada de armas a Huerta y respaldó a Venustiano Carranza.
La intervención de Washington para favorecer a Carranza llevó a Francisco Villa a atacar el pueblo estadunidense de Columbus, Nuevo México, el 9 de marzo de 1916, lo que dio pie a la llamada Expedición Punitiva. Bajo el mando del general Pershing, las tropas estadunidenses buscaron a Villa durante nueve meses sin éxito.
La historia no deja bien paradas a las intromisiones armadas de Estados Unidos en México. Por eso, hoy debemos respaldar la firme decisión de la presidenta Claudia Sheinbaum de defender nuestra soberanía y colaborar con el gobierno estadunidense, pero siempre dentro de los límites del entendimiento y con el compromiso de que Trump asuma su responsabilidad en el combate a las mafias que operan en su país, evitando que se utilicen pretextos para encubrir ataques contra gobiernos progresistas y de izquierda en el continente.
Martín Esparza Flores*
*Secretario general del Sindicato Mexicano de Electricistas
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