Aurora Moreno*/Centro de Colaboraciones Solidarias
¿Adónde van los teléfonos celulares, computadoras, hornos de microondas o refrigeradores viejos? ¿Qué pasa con estos aparatos una vez que los hemos tirado a la basura o, incluso, los hemos llevado a “reciclar”? El camino que recorren no está del todo claro, pero de lo que no cabe duda es de que hay varios lugares en el mundo en los que toda esta basura tecnológica se acumula desde hace años haciendo de estos sitios lugares tan contaminados o más que las mismísimas zonas de extracción ilegal de productos como petróleo, uranio y otros recursos altamente contaminantes.
Uno de ellos es este basurero, que comparte este triste honor con lugares como Chernobil. Oficialmente, se trata de un “área de procesamiento de basura tecnológica”, un eufemismo para definir a esta área al que van a parar miles de toneladas de residuos tóxicos para ser “procesados”. La realidad es que hasta allí llegan, mezclados, materiales de todo tipo –entre los que se encuentran refrigeradores, hornos de microondas y televisiones–, tan diversos y contaminantes que “para reciclarlos de manera segura [se] requeriría un alto nivel de competencias y protección entre los trabajadores”. Algo que claramente no se da en Agbogbloshie. Y lo peor es que esta zona no es sólo un basurero. Es un asentamiento informal en el cual conviven zonas industriales, comerciales y residenciales. Una zona en la que los metales pesados que se expulsan de estos procesos de quema llegan a casas y mercados.
Según este mismo informe, Ghana importa cada año unas 215 mil toneladas de residuos tecnológicos, principalmente desde Europa del Este. De ellas, la mitad puede ser reutilizada inmediatamente, o reparada y vendida, pero el resto del material es reciclado de forma incorrecta, a costa de contaminar la tierra que los recibe y perjudicar la salud de quienes trabajan con ellos. Un ejemplo es el de los buscadores de cobre, que queman las fundas que recubren los cables para conseguir el cobre del interior. Para quemarlos utilizan un tipo de espuma, altamente contaminante, expulsando al aire libre todos sus tóxicos.
Chatarra, fogatas y humo son el día a día en algunas zonas del basurero, donde trabajan, sobre todo, jóvenes sin recursos provenientes de familias pobres que dependen de lo que obtengan en ese lugar. Personas que saben que el trabajo allí es de basurero, pero que no se quejan, porque lo que consiguen es mejor que nada; porque el material que allí obtienen pueden venderlo luego en las calles de Accra y conseguir así lo necesario para sobrevivir. A otros también les interesa: el centro de Accra está repleto de puestos que venden a bajo precio todo tipo de aparatos eléctricos, buena parte de ellos de segunda mano. Esta situación no se circunscribe sólo a Ghana, que es uno de los países más desarrollados del Continente.
La misma realidad afecta a Zimbabue, donde hace poco se ha advertido de una posible crisis medioambiental porque no dispone de sistemas adecuados para eliminar este tipo de residuos. Todo ello a pesar de la existencia de tratados internacionales, como la Convención de Basilea, que restringe los movimientos transfronterizos de desechos, y el acuerdo que se suma al firmado ya en 1993, en Bamako, sobre el mismo tema. Acuerdos que establecen condiciones, cantidades y criterios para verificar si la exportación de basuras se hace bien. Sin embargo, para los países más desarrollados, sale mucho más barato deshacerse de ellos en algún puerto remoto de África que seguir las estrictas normas de reciclaje que ellos mismos se han impuesto, pero que casi nadie quiere cumplir. Para los receptores, ésta es una supuesta fuente de riqueza de la que viven muchos de sus conciudadanos, a pesar de los riesgos que conlleva para su salud. Una aparente solución que conviene a muchos y que no termina de regularse.
Aurora Moreno*/Centro de Colaboraciones Solidarias
*Periodista
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