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Periferias y vulnerabilidad permanente

Publicado por
Ana María Ibarra Olguín

Todos los días, cerca de 2.3 millones de personas viajan desde sus hogares para trabajar en la Ciudad de México. De ellas, alrededor de 750 mil 995 provienen del Estado de México, 6 mil 827 de Hidalgo y aproximadamente 1.5 millones arriban a los puntos centrales de la Ciudad desde alguna de las 16 demarcaciones de la capital. A este flujo hay que sumar a 355 mil estudiantes que viajan desde entidades vecinas para cursar estudios de nivel medio y superior. Detrás de estas cifras hay madres, padres, abuelas e hijos que conocen bien la realidad de la periferia, una que les obliga a buscar oportunidades a más de tres horas de sus hogares, solo para sobrevivir.

Los habitantes de las periferias de la Ciudad de México son personas trabajadoras, racializadas, empobrecidas y el motor invisible que sostiene la vida misma de la capital. Sin embargo, su trabajo intenso no se refleja en salarios dignos ni en seguridad. En lugar de reconocimiento, lo que reciben es indiferencia en el mejor de los casos. En el peor, la ciudad les paga con maltrato, marginación y hasta muerte. La normalización de esta desigualdad también es clara en la narrativa pública. Se asume que todos pueden soportar jornadas de cuatro o cinco horas de transporte diario, ignorando que las cargas física y emocional son extremas.

Esta exclusión y olvido les coloca en una situación de vulnerabilidad permanente, ya que viven en un riesgo constante y sistemático que no puede entenderse únicamente en términos de largos trayectos o servicios deficientes. Esta vulnerabilidad permanente es una herida que queda exhibida cada vez que sucede una tragedia o catástrofe dentro de la mancha urbana. Cuando un accidente o desastre ocurre, no golpea a todos por igual. Por el contrario, evidencia un patrón que revela las insuficiencias de todo un sistema incapaz de garantizar una vida digna.

Hace cuatro años, la caída de la Línea 12 del Sistema de Transporte Colectivo Metro expuso este patrón de manera punzante. La mayoría de las víctimas volvía a sus casas en Tláhuac, Iztapalapa y otras zonas al suroriente de la ciudad. La demografía que se vio especialmente afectada por esta desgracia no fue aleatoria; tiene un origen estructural. La marginación obliga a las personas de las periferias a depender de infraestructuras de transporte ávidas de mantenimiento y cuidado. Al mismo tiempo que las fuerza a pasar más tiempo en traslados precarios, lo que a su vez multiplica su exposición al riesgo.

Hace menos de una semana, la explosión de una pipa de gas LP en el puente de la Concordia reveló una vez más la injusta distribución del riesgo urbano. Las personas afectadas fueron nuevamente habitantes de Iztapalapa y Nezahualcóyotl quienes vivieron la violencia del incendio y el caos posterior. Esta misma desigualdad se visibiliza cada temporada de lluvias, cuando colonias enteras del oriente y sur de la ciudad quedan anegadas. Mientras las calles del centro se drenan rápidamente, en las periferias el agua estancada destruye viviendas, paraliza el comercio local y hace imposible los traslados.

El patrón es difícil de ignorar. La inversión en infraestructura preventiva se concentra en el núcleo urbano, tratando las periferias y a sus habitantes como zonas y ciudadanos de segundo nivel. Así, tanto en emergencias repentinas como en situaciones recurrentes, el costo recae siempre sobre los mismos grupos demográficos. Lo que parece casualidad es en realidad el resultado de decisiones políticas que normalizan la desigualdad territorial y condenan a millones de personas a una vulnerabilidad permanente.

El gobierno capitalino ha anunciado planes de inversión ambiciosos. La presidenta Claudia Sheinbaum presentó un programa de 75 mil 786 millones de pesos para 2030. El plan busca construir escuelas, hospitales y centros de medicina familiar. También incluye universidades, instalaciones de agua potable y reparación de viviendas. Abrirá parques y deportivos, mejorará el transporte y pavimentará calles. Estos planes tendrán sentido en la medida en que logren atender y revertir la condición de vulnerabilidad que define la vida en las periferias. No habrá justicia mientras la precariedad, el riesgo constante y la invisibilidad sigan siendo el precio de sostener la Ciudad de México.

Ana María Ibarra Olguín*

*Magistrada de Circuito; licenciada, maestra y doctora en derecho.

Para leer: Diputados analizan primer informe de Sheinbaum; destacan programas sociales 

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