En la antigua teoría política liberal del siglo XX se decía que el Estado capitalista estaba obligado a seguir un pacto de conciliación de clases, es decir, gobernar para todas las clases. La conciliación de clases sirvió entonces para garantizar la estabilidad de la gobernabilidad: ese Estado repartía zanahorias y, a quienes de plano eso no los callara, entonces sí aplicaba el garrote. Esa forma de organización permitía que las distintas clases sociales se sintieran representadas por el Estado, pues, aunque siempre daba más a los grandes capitales y menos a las clases populares, les daba algo a todos, es decir, mantenía una representación general y desactivaba los descontentos.
Sin embargo, cuando aquel Estado liberal del siglo XX entró en crisis porque se estancó su tasa de ganancia, se dio una conversión profunda y surgió lo que conocemos como el Estado neoliberal, empeñado en favorecer a los grandes capitales financieros y trasnacionales. Por ese motivo, impuso un conjunto de políticas públicas que estuvieron particularmente encaminadas a fortalecer a los grandes capitales transnacionales y financieros.
Entre 1982 y 2018, los gobiernos se enfocaron en privatizar las grandes paraestatales con el objetivo de traspasarlas a las manos de magnates que, desde entonces, se dedicaron a aprovechar las ganancias que proveían. Así, se redujo la inversión en gasto social en educación y salud; se eliminaron derechos laborales, se impulsó la informalización del trabajo (con el outsourcing y la creación de contratos temporales), se privatizaron los fondos de pensiones y, con el Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN) se redujeron los aranceles para permitir la libre circulación de capital estadunidense y canadiense en territorio mexicano. Además, se instrumentaron enormes rescates bancarios como el Fobaproa y el de los ingenios azucareros.
Todas esas medidas fueron sencillamente para transferir grandes cantidades de dinero público hacia los bolsillos de poderosos magnates que, desde entonces se encumbraron en las grandes listas de los más ricos del mundo. Mantener el salario mínimo estancado sirvió para que los grandes empresarios pudieran extraer plusvalor al máximo posible y mantener sus ganancias en ascenso. El neoliberalismo fingió que no quería al Estado, pero en el fondo lo capturó y lo utilizó para beneficiar al mercado, y más exactamente a los grandes capitalistas; por esa razón, el Estado neoliberal dejó de seguir los preceptos de la conciliación de clases de la teoría política del siglo XX y apostó por algo más sencillo y abrupto: representar exclusivamente a las clases capitalistas financieras y trasnacionales y dejar de repartir concesiones entre las clases populares. Fue más descarado en ese sentido porque se quitó las máscaras.
La política neoliberal apostó por retirar toda clase de inversión en lo público, dejar de defender derechos sociales y restringir los programas sociales a sectores sumamente focalizados y acotados. A los más pobres se les retiraron los apoyos y a los más ricos se les incrementaron en cantidades exorbitantes. Con ello, el Estado neoliberal impulsó una representación política exclusiva y excluyente: sólo se representaba a las clases dominantes, mientras que a las clases populares se les excluía de las decisiones y beneficios del Estado. A la larga, esa representación causó grandes malestares porque las clases populares no estuvieron representadas en la política estatal. Las rebeliones, impugnaciones, inconformidades y movilizaciones populares partieron de señalar una lógica de desigualdad y exclusión.
Con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia de México, se buscó revertir aquella representación exclusiva y excluyente del Estado. Desde entonces se procuró regresar a la política de conciliación de clases e impulsar una mayor redistribución de la riqueza, repartiendo porciones de los impuestos en programas sociales para las clases populares y más vulnerables.
La nueva política social y la reorganización del Estado que comenzó López Obrador ha comenzado a arrojar frutos, pues en estos días, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) dio a conocer que el Coeficiente de Gini (que es una herramienta para medir la desigualdad) pasó de 0.449 en 2016 a 0.391 en 2024. Eso quiere decir que la desigualdad disminuyó de manera considerable. Por su parte, el ingreso promedio trimestral de los hogares aumentó de 70 mil 247 pesos en 2016 a 77 mil 864 pesos en 2024, con una variación porcentual de 10.6 entre 2022 y 2024.
Eso significa que, efectivamente los ingresos han incrementado y la economía familiar ha mejorado, pero también significa algo políticamente relevante: la representación del Estado ha dejado de centrarse en beneficiar sólo a los grandes capitales trasnacionales financieros y ha vuelto a construir una representación política general en donde las distintas clases sociales pueden ser incorporadas. En otras palabras: las políticas sociales del gobierno de López Obrador procuraron no sólo una mejora en la economía sino una estabilización en la gobernabilidad del Estado mexicano, pues ahora representa nuevamente a las distintas clases bajo una lógica de conciliación.
Esos beneficios han sido necesarios en un contexto de emergencia nacional, pues el neoliberalismo nos hundió en una crisis de la cual urge salir; sin embargo, no hay que olvidar que esto aún debe ser profundizado no sólo con transferencias y programas, sino con reconfiguraciones estructurales que impliquen el aumento y defensa de los derechos laborales (que desaparecieron en las décadas pasadas) para transitar a un aumento del empleo formal. Hace falta acabar con la acotación de los contratos que sólo duran 1, 2 o 6 meses, hay que procurar que las patronales paguen las vacaciones, los seguros médicos, los fondos de pensiones, disminuyan las jornadas laborales y se garanticen las mínimas condiciones de trabajo. De esa forma, la representación política podrá ampliarse todavía más y permitir que las clases populares sean representadas por ese Estado que les excluyó durante décadas.
Pablo Carlos Rojas Gómez*
*Doctor en ciencias políticas y estudios latinoamericanos. Investigador del Programa Universitario de Estudios sobre Democracia, Justicia y Sociedad (PUEDJS-UNAM).
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